Carabaña. Noche del
26 al 27 de Marzo de 2016.
Pepe Algara es un buen tipo. Parco en palabras, me recibe en el horno de la calle Cruz a la
una de la madrugada. Nos esperan cinco horas por delante, media noche de grata
y sincera compañía la que me brinda.
Curtido como tahonero, sus 40 años de oficio delatan la
maestría que tiene. Una única bombilla de tungsteno ilumina la estancia, y
junto al bulbo, un cartón colocado en dirección al horno, lo ensombrece,
permitiendo ver el estado de la cochura.
Mientras voy disparando el obturador de mi cámara, le
formulo algunas preguntas. Tengo inquietud por conocer algo de su trabajo,
aunque en realidad, mi deseo es saber todo lo que piensa y valorar su trabajo
como corresponde. Sus respuestas son concretas
y concisas, sin apenas modular su voz.
Aprecio cierta resignación y pena cuando me comenta que en
2016 cumplirá 65 años y se jubilará, y, al no haber nadie que continúe con el
oficio, la tahona se perderá.
Arguye que el suyo es un oficio muy sacrificado que nadie
quiere y que “eso de trabajar de lunes a
domingo todas las noches del año no va con muchos jóvenes”.
Las dos amasadoras están en funcionamiento cumpliendo con su
cometido; son máquinas que me recuerdan a la época pre-industrial, y ni Pepe
recuerda la antigüedad que pueden tener.
Ahora Pepe está solo haciendo el pan, pero no siempre fue
así. Su cuñado, Félix del Amo -que viene de saga de panaderos- le acompañó en
el horno durante toda su vida hasta que hace unos años se jubiló. En aquel
momento Pepe tuvo que esforzarse en realizar esta labor de forma solitaria, y
convertirse, de este modo, en una persona “multitarea”.
De vez en cuando su mirada se dirige a mí, que no paro de
fotografiar cada uno de sus pasos y movimientos, y tengo la sensación de
haberme convertido en el último baluarte del este milenario oficio que quiero y
deseo registrar.
La harina que utiliza es molida en Aranda de Duero, y él se
abastecía de ella primero en el cercano pueblo de Villarejo de Salvanés y luego
más tarde en Arganda.
Los carabañeros llevan apreciando las hogazas de pan candeal
y el pan de Viena durante generaciones. A diario Pepe hace 100 barras de
distinto tipo: grandes, pequeñas, con y sin sal…, mientras que los fines de
semana la producción asciende a unas 250 unidades.
Una vez amasado el pan, Pepe desgrana el amasijo en trozos
que hace pasar por una báscula que no necesita, pues tiene tomado el pulso al
tamaño que necesita, en un movimiento sincronizado y automático, para después
hacer volar los pedazos a la mesa que tiene al lado, donde previamente ha
espolvoreado harina.
Yo intento cazar con mi cámara el vuelo de la compacta masa
de harina, agua, levadura, sal y unos polvos, como Pepe los llama, y que dan
consistencia al pan, pero fracaso en el intento.
Me fijo en sus manos cuando estira y arrolla la masa, y acariciándola, la va armando, dándola forma deseada. Sus uñas enharinadas
dan fe de una maña sin igual y acreditan el sacrificio que me había mencionado.
Ignoro el tiempo que moldea cada trozo de masa, pero a mí se me hace eterno.
Mientras arrolla, Pepe está pendiente de la amasadora y se
dirige a ella para echarla un ojo. Advierte que tiene que compactar más la masa
añadiendo algo de harina y se dirige al saco para satisfacer el ansia del
“pseudo rotavator”
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